No todos los textos tienen solución. Las historias a veces no se plantean redondas. Tratamos de contarlas y nos atragantamos con los argumentos porque no encontramos una conclusión probada que nos ampare una verdad. Y balbuceamos inseguros… Y nos suena a calamidad.
Tuve una costumbre cuando vivía en Lisboa. Si dudaba de algo, o de mi mismo, y me sentía enrarecido, procuraba coger el autobús que me llevaba al trabajo por las mañanas cinco minutos antes, en la parada anterior. Me sentaba al fondo, en una esquina para poder verme a mí mismo, fumando apresurado el cigarrillo, dentro de mi rutina y a punto de tomar el autobús en mi parada habitual.
Tapado por la muchedumbre me veía subir concentrado, ensimismado. Con la calma tensa en la cara de aquel que sabe que las amenazas no están cerca, esa mañana, ni en tiempo ni en lugar. Me bajaba tras de mí en mi destino y me seguía hasta el trabajo. Vigilándome, apartando miedos probables de lo que me tenía acongojado y procurando entrar en la misma vez a la oficina, para evitar sospechas.
Me funcionó, me mantuvo con vida. Aún así, me hubiese gustado algún día sentarme a mi lado en el autobús, decirme dos palabras, y quitarme el peso de esa duda de encima. Pero no podía. Yo tampoco conocía la respuesta, aún no la había vivido.
22/3/12
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