5/6/12

La Sombra de Alicia

Fue un encuentro casual, de aquellos que se producen cada cierto tiempo. De los que no llaman mucho a la sorpresa, callejeando, como de costumbre, en la proximidad del barrio de alguno de los dos. Él con su vida y yo con la mía, pero con el nexo común de haber surgido del mismo sitio, de haber albergado los mismos sueños y de haber contribuido a construirlos, sentados en un banco, con una cerveza entre los pies.

En cada uno de esos encuentros casuales siempre te mirabas de frente, buscando de soslayo en los ojos del otro cuán lejos o cerca de aquellos sueños se encontraba en cada vez.

- No me digas que ha vuelto a pasar.
- Sí.
- ¿Pero es que no recuerdas lo que sucedió la última vez?
- Pero esta vez no volverá a ocurrir.
- ¿Y cómo lo sabes? ¡Dime! ¿Cómo lo sabes?
- Matamos a Alicia el lunes.

Se me hizo un silencio…

- No quiero saber más. ¡No me cuentes más!

Bajamos ambos la cabeza y lo acompañé a su casa porque me pillaba de camino. Iba como flotando, me llené de emociones y permití que me asaltaran de una en una, o de a todas a la vez, hasta el punto que la ciudad desapareció bajo mis pies para convertirse en la que era tiempo atrás, cuando todos andábamos juntos y cuando Alicia compartía con todos.

Ya no habrá más Reinas de Corazones ni barajas marcadas. Ya no habrá más hongos mágicos ni conejos blancos que perseguir. Ya nunca tendrán más a un gato a rayas transparentes que les provoque a decir lo que no quieren decir.

Yo hace tiempo que no quería ver a Alicia. Pero era bueno saber que andaba por allí.

28/3/12

Dos gatos en un portal

El silencio se acumulaba en el umbral…

- ¿Qué te pasa?- Maullaba la gata parda afilando el hocico.

- No tengo sueños para ti, estoy perdido.- Ronroneó con absoluta naturalidad el avezado gato gris sintiéndose falto a su costumbre, herido en su orgullo, y preso de una infinita anonidad. La misma futilidad de la que había estado huyendo desde que se destetó, por propia voluntad, del cobijo materno.

Acompaño sus palabras de una mirada lejana, aprehendiendo para si todos los matices relevantes para marcar a fuego en su memoria el instante en el que había reconocido su derrota. Hubiera deseado que lloviera para que el ambiente de su confesión resultase aún más intenso, más sublime, más patético. Intentaba convertir cada instante al dolor cuando maulló la gata:

-No importa, ya soñaste una vez para mí.

Y la gata se fue, y volvió luego.

22/3/12

La Duda

No todos los textos tienen solución. Las historias a veces no se plantean redondas. Tratamos de contarlas y nos atragantamos con los argumentos porque no encontramos una conclusión probada que nos ampare una verdad. Y balbuceamos inseguros… Y nos suena a calamidad.

Tuve una costumbre cuando vivía en Lisboa. Si dudaba de algo, o de mi mismo, y me sentía enrarecido, procuraba coger el autobús que me llevaba al trabajo por las mañanas cinco minutos antes, en la parada anterior. Me sentaba al fondo, en una esquina para poder verme a mí mismo, fumando apresurado el cigarrillo, dentro de mi rutina y a punto de tomar el autobús en mi parada habitual.

Tapado por la muchedumbre me veía subir concentrado, ensimismado. Con la calma tensa en la cara de aquel que sabe que las amenazas no están cerca, esa mañana, ni en tiempo ni en lugar. Me bajaba tras de mí en mi destino y me seguía hasta el trabajo. Vigilándome, apartando miedos probables de lo que me tenía acongojado y procurando entrar en la misma vez a la oficina, para evitar sospechas.

Me funcionó, me mantuvo con vida. Aún así, me hubiese gustado algún día sentarme a mi lado en el autobús, decirme dos palabras, y quitarme el peso de esa duda de encima. Pero no podía. Yo tampoco conocía la respuesta, aún no la había vivido.

4/3/12

La Dama del Espejo


Este espejo perteneció a esa casa.

Ya es por la mañana, ya puedo comenzar a escribir. Hace dos días que llegué a este pueblo de montaña que es cuna de mi familia materna. Creo que es el primer invierno que vengo solo a esta vieja casa, a medio restablecer, situada en una ínfima aldea de la Sierra del Segura.

Los días transcurren tranquilos en este ambiente cercado de pinares. Deambulo por las calles y me entretengo en las casas de mis tíos con sus quehaceres. Por la noche vuelvo a casa, esparzo los restos de las brasas de la chimenea y siempre, siempre, evito mirar los espejos.

Era yo pequeño cuando solía frecuentar más estos lugares con toda la familia. Baños en el Río, excursiones a los arroyuelos y buena comida casera. En la casa de uno de mis tíos había una puerta que siempre me intrigaba y que ahora está tapiada. Bajo la escalera, y oculta tras una cortina, la puerta comunicaba con la casa contigua por si era necesario echar un ojo ya que la dueña “nunca estaba”.

Uno de aquellos días, mi tío me invitó a acompañarle a través de aquella puerta. Se entraba a una amplia sala repleta de espejos y varias antiguas mecedoras de mimbre y caña. Mi tío equilibró algún espejo y acomodó alguna de esas sillas. Mientras, yo notaba como si algo nos observara. Al salir de allí giré la cabeza y pude entrever una sombra, con larga cabellera negra, que flotaba de espejo a espejo recorriendo la sala. Entonces se me cerró la puerta y se me dijo: “Tú no has visto nada”.

La puerta al tiempo desapareció y yo siempre evité preguntar por ella. Pero cuando fui adquiriendo uso de razón, si pregunté por la casa. Que quién vivía allí, que dónde estaban. Contaban que era de una familia que se había ido a vivir a Barcelona porque su hija mayor estaba muy mala. Una guapa moza que había perdido al marido en el monte y no lo había aceptado demasiado bien. Ella siempre lo esperaba convencida de que iba a volver, peinando su larga cabellera negra frente a los espejos, ella siempre esperaba.

Ahora ya es por la mañana y ya he podido escribir, no me atreví a hacerlo de noche. Aún así, me quedan todavía dos días aquí y evito mirar los espejos, me da miedo que Ella aparezca e intente corregir mis palabras.

20/2/12

Microcuento:3012

Fue el siguiente paso en la evolución. Se nos prohibió expresar y ahora no tenemos cara.

15/2/12

Reconstrucciones

Despertó, los ojos se abrieron impresionados para contemplar el alarido que llenaba la habitación. Recorrieron todos los rincones siguiendo su rastro hasta que comprendió que aquel grito, que la había despertado, provenía de su garganta. Entonces lo logró callar.

Sábanas blancas y cortinas raídas, habitación de hospital. En el mismo momento que le afloró la memoria su cuerpo se negó a respirar. Bocanadas de aire mientras sus manos se clavaban en las mantas, ningún recuerdo limpio al que aferrarse. Espasmos abdominales mientras la conciencia no dejaba de castigar. Entró el personal del centro y le chutó un tranquilizante: “Eres valiente y te pondrás bien, solo has perdido el corazón.”

De repente, la tormenta se hizo calma. Las bombillas le calentaban la cara y el color de las paredes se extendió. Hizo de su cuerpo un ovillo y apretó la frente contra la almohada. Logró llevar a sus ojos el nuevo grito que le nacía en la garganta y, exhausta, asimiló: “He vuelto a hacerlo, ahora tendré que construirme otro corazón.”

Liviana, a veces siente que la gente la mira extraña mientras ella observa. Va tomando medidas de los cariños que la gente se regala, de los afectos con los que se compensan para convertir las situaciones en más mundanas. Ella aprende y recuerda que, una vez, también sintió una caricia así en la cara. Que, en alguna ocasión, también recibió aquella buena palabra pronunciada con ternura o con pasión.

Y así, día a día, ella se llena. Recoge esos pedacitos, y los junta con fuerza, para volver a construirse un corazón. Tiene mucho camino por delante.

18/1/12

De pieles y sabores

Me llamo Ramón Orgaz y llevo casi toda una vida dedicada a la cocina. Regento desde hace cuarenta años un restaurante en la parte vieja de Bilbao. Doce platos nuevos por temporada y sesenta empleados mantienen la fama que, con mucha lucha, hemos adquirido a lo largo de este tiempo. Los clientes más asiduos suelen decir que he nacido para esto. Pero no, yo sé que no nací, porque recuerdo perfectamente la época en la que me inicié…

Me crié en un pueblo pequeño, de esos que no tienen ni mucha ni poca gente, en cualquier punto del interior de una provincia mediana. No teníamos de todo pero no faltaba de nada. Cuando tenía doce años, mis padres, dedicados a la ganadería, abandonaban el pueblo los domingos para acudir a las innumerables ferias que hacían provechosos sus esfuerzos. Mientras, yo siempre me quedaba al cuidado de Azucena, hija de una vecina y empleada de la charcutería que teníamos debajo de casa.

Azucena tenía veintiún años. Rubia, de caderas generosas y unas mejillas eternamente sonrojadas, propias de sonreír al frio y soñar al calor de las brasas. Sus agradecidos escotes confundían y embriagaban siempre a los mozos que acudían a completar su vianda.

Ella tenía un juego cuando nos quedábamos solos. Al llegar la hora de la merienda, agarraba una tripa de sobrasada y se desnudaba. La apretaba poco a poco, dejando caer los trozos de carne rosada por su cuerpo, para que yo los lamiera después sin dejar ni la grasa. Con la práctica, ella aprendió la cantidad exacta de carne que soltar de la tripa para que yo estuviera determinado tiempo comiendo. Siempre su placer y mi merienda, ni sobraba ni faltaba.

Aquello duró algo más de un año, luego marchó con un militar que pasó por la tienda a comprar la cena. Desde entonces siempre recibo, sin remitente, alguna tripa de sobrasada a lo largo del año. Pozo Alarcón, Benicarló, Alburquerque…siempre diferentes. Con ellas sigo elaborando mis platos, pero por mucho que se aproximen, en ninguno he encontrado el sabor de su piel.

Por pedir perdón...

5/1/11

o sino da tataruga

De recuerdo, sólo eramos mares hambrientos. Aún en tierra seca. Agitandonos violentos en promesas sin tiempo, en pecados sin pena y en rencores sin recuerdo.
Por favor, ni en ausencia dejemos de serlo.

18/3/10

El hombre que perdió los verbos

Y el hombre que perdió los verbos comenzó a escribir porque achaba que las construcciones de sus frases já no ficaban con sentido. Y aunque mantenía la premisa de que las palabras no eran nunca nada, sentose en un resquicio soleado a hilvanar a sua conciencia depóis de un mes de enmarañarla y ficou sorprendido.

Oía los gemidos que venían del fondo de la cueva mientras estaba allí, tirado al Sol. Quizás era que le avisaban, quizás procuraban algum bem, pero no entendía del todo si pretendían que entrara o que no volviera a entrar.

Y ahí sólo tenía un trozo de papel con algo escrito, como un documento de identidad y a la vez una carta de recomendación, nunca acababa de comprender si era para el infierno o el paraiso.

Y jugaba vagamente, jugaba con ese trozo de papel en aquel resquicio. Con aquellas tres palabras que no sabían si eran de él, para él, pero obsesionado siempre con cumplir las promesas. Tentaba de facer uma composição, Perro no acababa de comprender si era qué era lo lindo. Tentaba con Paixão procurando no desmedirse, Perro el hombre que perdió los verbos ficaba en frustraçao, de no poder usar los matices de su mundo de Color y volvió a perdir miradas donde no llegaban las palabras.

Y allí ficou jugando con sus tres palabras cuando el Sol apenas daba. Pidiendo palabras a las miradas y miradas donde sólo pueden llegar palabras. Sin tener clara la respuesta, a la boca de la cueva, y sin poder escribir más nada.

Démosle un mes más.

3/1/10

¿Qué se cuece en el cocido?

Nada de esto hubiera ocurrido si la casualidad de la mano de Madre no los hubiera elegido para meterlos a los dos en la misma cesta de la compra. Ella, una hermosa patata de huerta, toda formada por lindas curvas. Él, una elegante y distinguida zanahoria rebosante de sanas propiedades.
La misma casualidad quiso que se conocieran en el fondo de la cesta, en la intimidad que le otorgaba una caja de cereales que yo mismo les eché encima. Aunque ambos admitieron después que ya se habían puesto los ojos encima estando en las estanterías del supermercado.
La presión que en el fondo de la cesta recibían de los otros alimentos les permitió no tener que evitar el abrazo. El señor zanahoria encontró un hueco en la malla de la patata con el que jugaba, aumentando y disminuyendo la presión, que las tersas curvas pegadas a su piel y las preguntas a quema ropa le provocaban.
Mientras, ella escuchaba atenta sus planes, sus historias y admiraba la valía que expresaba tímidamente cuando él le contaba que quería acabar siendo suflé de zanahoria. La patata acariciaba su perfil y se iba volviendo más y más esponjosa. Tanto, que a punto estuvieron de ser descubiertos cuando la cajera retiró la caja de cereales y se los encontró a los dos con cara de cualquier cosa.
Ese fortuito devaneo se repitió con constancia en los días siguientes. Él era una zanahoria respetada en la despensa y ella una patata dichosa. Encumbraron el frutero, la repisa de la cocina y hasta los yogures se cortaron cuando escucharon los traqueteos del cajón de las verduras de la nevera. Al día siguiente había cocido y esa era, supuestamente, su gran despedida.
Todo habría sido supuestamente así si, de nuevo, la casualidad de Madre no hubiese visto en el programa de cocina las ventajas saludables que proporcionan las zanahorias en los potajes y, de nuevo, selló sus destinos.
Allí estaban ellos, metidos para siempre en una olla Express, condenados al futuro. Notaban como se calentaba el agua mientras ella se refugiaba cerca de la cebolla, por si necesitaba una excusa, y él concentraba su valía entre el pedazo de tocino grasiento y el trozo de gallina. Obviándose, a la fuerza ignorándose y avergonzándose a sí mismos mientras las envidiosas judías malmetían. Los únicos que parecían ajenos a tan violenta situación eran los ingenuos garbancillos que se los pasaban como enanos subiendo y bajando por el remolino que provocaba el agua en ebullición.
Pero justo antes de que se condensara para siempre aquella absurdez que trajo una mala interpretación del destino cayó dentro de la olla la pastilla de caldo concentrado que, al disolverse y mezclase en el ambiente, permitió a ambos tomar conciencia de si mismos. Giraron sus cabezas y encontraron sus miradas entre aquel torbellino de felices garbancillos y algún que otro lánguido trozo de apio y se lanzaron a comenzar un nuevo baile con la mente llena de comprensión y la boca de disculpas.
Pero ya era demasiado tarde, la temperatura alcanzó su punto álgido y todas sus intenciones acabaron estrellándose contra los demás condimentos hasta que quedaron totalmente disueltas en la espesura del caldo amarillo.
Verdaderamente, toda esta historia no se hubiera sabido si no se hubiese dado la casualidad de que Madre sirviera a ambos dentro de mi plato. El sabor de cada bocado me transmitía la ilusión, la decepción y la suplica por merecer un final diferente de cada una da las partes. Así que tome la decisión, que se acabado convirtiendo en costumbre, de machacar todos los ingredientes para mezclarlos dentro del plato. Sé que ellos me lo agradecieron en la explosión de sabor resultante.
Recuerdo que aquel día el postre eran boniatos asados, pero juntando mi ignorancia y el conocimiento de esta tórrida historia no me atreví a hincarles el diente.

Para Rebeca, por sus costuras...