3/1/10

¿Qué se cuece en el cocido?

Nada de esto hubiera ocurrido si la casualidad de la mano de Madre no los hubiera elegido para meterlos a los dos en la misma cesta de la compra. Ella, una hermosa patata de huerta, toda formada por lindas curvas. Él, una elegante y distinguida zanahoria rebosante de sanas propiedades.
La misma casualidad quiso que se conocieran en el fondo de la cesta, en la intimidad que le otorgaba una caja de cereales que yo mismo les eché encima. Aunque ambos admitieron después que ya se habían puesto los ojos encima estando en las estanterías del supermercado.
La presión que en el fondo de la cesta recibían de los otros alimentos les permitió no tener que evitar el abrazo. El señor zanahoria encontró un hueco en la malla de la patata con el que jugaba, aumentando y disminuyendo la presión, que las tersas curvas pegadas a su piel y las preguntas a quema ropa le provocaban.
Mientras, ella escuchaba atenta sus planes, sus historias y admiraba la valía que expresaba tímidamente cuando él le contaba que quería acabar siendo suflé de zanahoria. La patata acariciaba su perfil y se iba volviendo más y más esponjosa. Tanto, que a punto estuvieron de ser descubiertos cuando la cajera retiró la caja de cereales y se los encontró a los dos con cara de cualquier cosa.
Ese fortuito devaneo se repitió con constancia en los días siguientes. Él era una zanahoria respetada en la despensa y ella una patata dichosa. Encumbraron el frutero, la repisa de la cocina y hasta los yogures se cortaron cuando escucharon los traqueteos del cajón de las verduras de la nevera. Al día siguiente había cocido y esa era, supuestamente, su gran despedida.
Todo habría sido supuestamente así si, de nuevo, la casualidad de Madre no hubiese visto en el programa de cocina las ventajas saludables que proporcionan las zanahorias en los potajes y, de nuevo, selló sus destinos.
Allí estaban ellos, metidos para siempre en una olla Express, condenados al futuro. Notaban como se calentaba el agua mientras ella se refugiaba cerca de la cebolla, por si necesitaba una excusa, y él concentraba su valía entre el pedazo de tocino grasiento y el trozo de gallina. Obviándose, a la fuerza ignorándose y avergonzándose a sí mismos mientras las envidiosas judías malmetían. Los únicos que parecían ajenos a tan violenta situación eran los ingenuos garbancillos que se los pasaban como enanos subiendo y bajando por el remolino que provocaba el agua en ebullición.
Pero justo antes de que se condensara para siempre aquella absurdez que trajo una mala interpretación del destino cayó dentro de la olla la pastilla de caldo concentrado que, al disolverse y mezclase en el ambiente, permitió a ambos tomar conciencia de si mismos. Giraron sus cabezas y encontraron sus miradas entre aquel torbellino de felices garbancillos y algún que otro lánguido trozo de apio y se lanzaron a comenzar un nuevo baile con la mente llena de comprensión y la boca de disculpas.
Pero ya era demasiado tarde, la temperatura alcanzó su punto álgido y todas sus intenciones acabaron estrellándose contra los demás condimentos hasta que quedaron totalmente disueltas en la espesura del caldo amarillo.
Verdaderamente, toda esta historia no se hubiera sabido si no se hubiese dado la casualidad de que Madre sirviera a ambos dentro de mi plato. El sabor de cada bocado me transmitía la ilusión, la decepción y la suplica por merecer un final diferente de cada una da las partes. Así que tome la decisión, que se acabado convirtiendo en costumbre, de machacar todos los ingredientes para mezclarlos dentro del plato. Sé que ellos me lo agradecieron en la explosión de sabor resultante.
Recuerdo que aquel día el postre eran boniatos asados, pero juntando mi ignorancia y el conocimiento de esta tórrida historia no me atreví a hincarles el diente.

Para Rebeca, por sus costuras...