El silencio se acumulaba en el umbral…
- ¿Qué te pasa?- Maullaba la gata parda afilando el hocico.
- No tengo sueños para ti, estoy perdido.- Ronroneó con absoluta naturalidad el avezado gato gris sintiéndose falto a su costumbre, herido en su orgullo, y preso de una infinita anonidad. La misma futilidad de la que había estado huyendo desde que se destetó, por propia voluntad, del cobijo materno.
Acompaño sus palabras de una mirada lejana, aprehendiendo para si todos los matices relevantes para marcar a fuego en su memoria el instante en el que había reconocido su derrota. Hubiera deseado que lloviera para que el ambiente de su confesión resultase aún más intenso, más sublime, más patético. Intentaba convertir cada instante al dolor cuando maulló la gata:
-No importa, ya soñaste una vez para mí.
Y la gata se fue, y volvió luego.
28/3/12
22/3/12
La Duda
No todos los textos tienen solución. Las historias a veces no se plantean redondas. Tratamos de contarlas y nos atragantamos con los argumentos porque no encontramos una conclusión probada que nos ampare una verdad. Y balbuceamos inseguros… Y nos suena a calamidad.
Tuve una costumbre cuando vivía en Lisboa. Si dudaba de algo, o de mi mismo, y me sentía enrarecido, procuraba coger el autobús que me llevaba al trabajo por las mañanas cinco minutos antes, en la parada anterior. Me sentaba al fondo, en una esquina para poder verme a mí mismo, fumando apresurado el cigarrillo, dentro de mi rutina y a punto de tomar el autobús en mi parada habitual.
Tapado por la muchedumbre me veía subir concentrado, ensimismado. Con la calma tensa en la cara de aquel que sabe que las amenazas no están cerca, esa mañana, ni en tiempo ni en lugar. Me bajaba tras de mí en mi destino y me seguía hasta el trabajo. Vigilándome, apartando miedos probables de lo que me tenía acongojado y procurando entrar en la misma vez a la oficina, para evitar sospechas.
Me funcionó, me mantuvo con vida. Aún así, me hubiese gustado algún día sentarme a mi lado en el autobús, decirme dos palabras, y quitarme el peso de esa duda de encima. Pero no podía. Yo tampoco conocía la respuesta, aún no la había vivido.
Tuve una costumbre cuando vivía en Lisboa. Si dudaba de algo, o de mi mismo, y me sentía enrarecido, procuraba coger el autobús que me llevaba al trabajo por las mañanas cinco minutos antes, en la parada anterior. Me sentaba al fondo, en una esquina para poder verme a mí mismo, fumando apresurado el cigarrillo, dentro de mi rutina y a punto de tomar el autobús en mi parada habitual.
Tapado por la muchedumbre me veía subir concentrado, ensimismado. Con la calma tensa en la cara de aquel que sabe que las amenazas no están cerca, esa mañana, ni en tiempo ni en lugar. Me bajaba tras de mí en mi destino y me seguía hasta el trabajo. Vigilándome, apartando miedos probables de lo que me tenía acongojado y procurando entrar en la misma vez a la oficina, para evitar sospechas.
Me funcionó, me mantuvo con vida. Aún así, me hubiese gustado algún día sentarme a mi lado en el autobús, decirme dos palabras, y quitarme el peso de esa duda de encima. Pero no podía. Yo tampoco conocía la respuesta, aún no la había vivido.
4/3/12
La Dama del Espejo
Este espejo perteneció a esa casa.
Ya es por la mañana, ya puedo comenzar a escribir. Hace dos días que llegué a este pueblo de montaña que es cuna de mi familia materna. Creo que es el primer invierno que vengo solo a esta vieja casa, a medio restablecer, situada en una ínfima aldea de la Sierra del Segura.
Los días transcurren tranquilos en este ambiente cercado de pinares. Deambulo por las calles y me entretengo en las casas de mis tíos con sus quehaceres. Por la noche vuelvo a casa, esparzo los restos de las brasas de la chimenea y siempre, siempre, evito mirar los espejos.
Era yo pequeño cuando solía frecuentar más estos lugares con toda la familia. Baños en el Río, excursiones a los arroyuelos y buena comida casera. En la casa de uno de mis tíos había una puerta que siempre me intrigaba y que ahora está tapiada. Bajo la escalera, y oculta tras una cortina, la puerta comunicaba con la casa contigua por si era necesario echar un ojo ya que la dueña “nunca estaba”.
Uno de aquellos días, mi tío me invitó a acompañarle a través de aquella puerta. Se entraba a una amplia sala repleta de espejos y varias antiguas mecedoras de mimbre y caña. Mi tío equilibró algún espejo y acomodó alguna de esas sillas. Mientras, yo notaba como si algo nos observara. Al salir de allí giré la cabeza y pude entrever una sombra, con larga cabellera negra, que flotaba de espejo a espejo recorriendo la sala. Entonces se me cerró la puerta y se me dijo: “Tú no has visto nada”.
La puerta al tiempo desapareció y yo siempre evité preguntar por ella. Pero cuando fui adquiriendo uso de razón, si pregunté por la casa. Que quién vivía allí, que dónde estaban. Contaban que era de una familia que se había ido a vivir a Barcelona porque su hija mayor estaba muy mala. Una guapa moza que había perdido al marido en el monte y no lo había aceptado demasiado bien. Ella siempre lo esperaba convencida de que iba a volver, peinando su larga cabellera negra frente a los espejos, ella siempre esperaba.
Ahora ya es por la mañana y ya he podido escribir, no me atreví a hacerlo de noche. Aún así, me quedan todavía dos días aquí y evito mirar los espejos, me da miedo que Ella aparezca e intente corregir mis palabras.
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